por Raimundo Barbado
Relato
La pelea con la camada de musarañas del salón fue tan explosiva que cuando por fin huyeron emitiendo chillidos en busca de la galería, para escaparse por sus rejillas, me sentía exhausto hasta el punto que, obnubilado, tuve que apoyar un codo contra el alféizar de la ventana para mantenerme en equilibrio y no caerme. Suspiré. En esos momentos sonó el teléfono de casa pero me fallaban las fuerzas para ir a cogerlo.
Estaba claro que se habían colado en el piso para vaciarme la despensa o anidar, acaso buscando confinamiento y eludir la pandemia de coronavirus. Tiré al suelo la escoba y, segundos después, algo más sereno, me senté en el sofá y me serví unas copas de whisky. Eructé y regresé a la ventana para otear la calle. Circulaban pocos coches y apenas tres personas caminaban por la acera de enfrente portando sus ya habituales mascarillas quirúrgicas, salvaguardándose del virus Covid-19.
Arriba, se avecinaba tormenta al ocaso del Sol. En el clamor de rayos y truenos, una banda de gorriones se escoró, sobrevolando la calle, sorteando farolas, hasta encontrar refugio confundiéndose con el arabesco de amarillentas y secas hojas que se dejaban caer de las ramas de unos chopos del jardín cercano. Comenzó a lloviznar. Un perro ladraba desde un balcón, en actitud bizarra.
Abajo, en un cantón, bajo la cubierta o toldo -obsequio de cervezas El Águila- del porche del bar La Esquina de siempre, amparándose de la lluvia, se dejaba entrever el macetón de hierbabuena de la entrada y una veintena de clientes que se hallaban sentados, repartidos en cinco mesas, bebiendo, fumando, charlando y riéndose, con la mascarilla bajada, mientras jugaban a las cartas o al dominó rodeados de humo y salpicaduras de lluvia. Desde afuera se oía el ruido de las máquinas tragaperras y el golpeteo de las carambolas del billar. Dentro del local, sin duda, mis amigos del barrio, de chistes y copas, supuse que estarían pegados a la barra, bebiendo y discutiendo tonterías, acompañados de la música RockFM de fondo de siempre, quizá esperándome para completar el grupo de pasmarotes.
Un relámpago enorme me asustó; cerré la cristalera y me metí para dentro.
Sobre la mesa del salón la botella de whisky me invitaba solemnemente a tomar un par de copas más. Admití la muda invitación a la luz de la lámpara de araña del techo. Luego, sentado en una silla, fumé un puro caliqueño como buen fumador valenciano, viendo la televisión. Eran las noticias del telediario de Rtve. Pero apenas las escuchaba. A punto de llorar, sentía pena por estar solo...pena por mí mismo. Una sensación dramática y terrible. La soledad. Dolor, como si a uno le atravesaran el alma con un cuchillo.
Me eché hacia el respaldo y procuré dejar la mente en blanco, relajarme, no pensar en nada. Apagué el caliqueño pero su humo apestoso persistía desde el cenicero. Tosí.
Enseguida sonó de nuevo el teléfono fijo. Dio tres timbrazos y lo descolgué. -Dígame...
Pero nadie respondió al otro lado, simplemente una paupérrima señal de comunicando.
Apenas unos segundos después, me llamaban al teléfono móvil, que había dejado sobre la repisa de la librería, junto a un antiguo despertador. Algo nervioso con tanta llamadita me levanté y lo tomé. Miré. Era número oculto. No sabía si responder o no. Al final contesté.
La voz resonó cavernosa y lejana, como un eco o un murmullo lapidario, apenas inteligible, que yo no reconocía. La misma frase se repitió tres veces y por fin la entendí. Dijo: -¿Cómo estás, cariño? Yo aquí estoy bien; no te preocupes por mí. ¿Ya tienes otra?
Se escuchó mejor. Ahora comprendía de quién se trataba. Me imaginé sus ojos azabache.
-Pero...¿Eres tú, María? ¿Cómo es posible? Si llevas dos meses muerta.-respondí confuso. Ella, brasileña de pura sangre amazónica, que viajó para ver mundo, había sido mi novia en el último año. Nos queríamos. Vivíamos juntos. Yo regresaba de trabajar; ella me vio desde la ventana y quiso bajar para darme un beso y compartir unas cervezas en el bar de la esquina, antes de subir. En ese recodo estaba averiado el semáforo. Cruzó la calle hacia mí sin mirar el tráfico rodado, como una chiquilla que corre detrás de la pelota que acaba de escapársele rebotando en el suelo, con la desgracia de que la atropelló mortalmente un automóvil a cuyo conductor no le dio tiempo de frenar.
-¿Ya tienes otra? -insistió. -No quiero que estés solo. Un beso, cariño-. Algo invisible me rozó la mejilla a la par que me envolvía cierto perfume de mujer.
-Bien, supongo que sí, que me saldrá otra, no sé...Un beso para ti también.
Se escucharon palabras muy lejanas, entremezcladas, como un rumor de gente que ya no lograba entender, viento y finalmente perdí el contacto con mi amada fallecida.
Algo mareado tomé otra copa más de whisky. Miré por la ventana del salón. Afuera era un diluvio.
`¿Será que quería despedirse con el beso que en vida no me pudo llegar a dar?´ -pensé.
Días más tarde incluso deseé que me volviese a llamar, para así hablar con ella y sentirme emocional y sentimentalmente acompañado, pero eso no ocurrió. De hecho, yo no podía llamarla, pues desconocía el número de teléfono de que pudiera disponer en el más allá.
La botella de whisky quedó vacía. Mejor echarse a dormir mientras olvidaba a la pobre chica y mi nostalgia. Curioso, casi parapsicológico, que uno piensa en alguien y recibe una llamada telefónica de esa persona.
Quizá las llamadas de difuntos no sean más que alucinaciones inducidas por el estado o disposición subconsciente de la persona que recibe la llamada.
`No, no voy a dormir -me dije finalmente-. Mejor me bajo. ¡Qué más da! Acabaré la noche en el bar de la esquina, como siempre.´